Cruje la madera bajo los temblorosos pies desnudos de un infante, escondido tras las sucias cortinas que cubren los viejos muebles de una polvorienta buhardilla. El niño aguanta como puede la respiración de sus jadeos y las caídas suicidas de unas lágrimas amargas que lo atragantan de terror. El sudor cubre su frente empapando unas cejas arqueadas y expectantes. Ha huido, desesperado, escaleras arriba desde el rellano, al oír cómo, desde el jardín, llamaban por su nombre. El chico, atolondrado por el miedo, se ha encerrado a sí mismo sin escapatoria en un ataúd destinado a contener antigüedades; extraños objetos del pasado que, como fantasmas, se aparecen horrorosos y balanceándose al ritmo de una voz que llama al pequeño, cada vez con más intensidad y menos paciencia.
La voz se mueve por la casa. Es dulce, apacible y confiada, pero no para el niño que escucha como si de los rugidos feroces de una bestia se tratase. La voz, que ya grita, grita y llama, se impacienta en la cocina y remueve las puertas bajo las encimeras, dando portazos tras la vana búsqueda. Abre los armarios y las perchas chirrían de lado a lado dejando hueco para colgar la angustia de la presa y el ansia del cazador. Los escalones sufren el peso de unos pasos que avanzan hacía arriba, acercándose al niño que tiene la cara y la manga cubierta de mocos y lágrimas, y que se acurruca en un rincón oscuro tras el vestido blanco de una novia que fue, alguna vez, una amante madre, pero que ahora se había convertido en su peor pesadilla.
Pálido del miedo, el pequeño pecho sube y baja diez mil veces por minuto; minutos que se hacen horas; segundos que se hacen días. Ya nunca más aquella mujer sería su proveedora de dulces y galletas, nunca más el cómodo vientre en el que la placenta le acogía, nunca más el pecho que de leche se vertía. De súbito, como apelando al aconejado corazón de aquel chiquillo, una suave nana de la infancia le llega a los oídos como el silbido de la flauta que atrae a los ratones. Duda si asomarse, duda si descubrir el rostro oculto tras la cola del vestido, duda si dejarse arrastrar a los brazos de su madre, pero puede el miedo y la parálisis que trae consigo. El blanco del vestido, que de la fuerte respiración del niño ha penetrado por la boca y la nariz, cubre su piel de marmórea palidez, camuflando y transluciendo un cuerpo puro y derretido de pavor, unos ojos de pupilas negras e infinitas y unos dientes que castañetean delatando el escondrijo.
La voz, que ha cesado, da firmes pasos bajo la buhardilla haciendo temblar el suelo y las paredes. El techo, de vigas añejas, deja caer una fina lluvia de brillante polvo que se posa suavemente en las figuras de las que el niño ha pasado a formar parte. Una trampilla que deja caer las escaleras y da acceso al desván (hasta entonces seguro recinto), se abre y por ella se cuela un suspiro ahogado que delata la presencia del muchacho. Por el hueco aparece una cabellera desmelenada y negra que se asoma. Unos penetrantes ojos negros otean la pequeña estancia en la que se cuelan fugaces rayos de luz haciendo de biombo al observador inexperto. Pero estos ojos, que no necesitan ver para mirar, y que encuentran a base de experiencia, no tardan en encontrar a la temblorosa figura que gime en el rincón.
La madre tiende la mano a su hijo y sonríe. El niño niega y llora. La paciencia se ha terminado. Entonces la madre, harta y hasta el colmo, agarra a su vástago por la patilla, tirando con fuerza y arrastrándolo escaleras abajo.
Todo ha terminado.
Se lo llevan al dentista.
Paulus M.
Un par de meses sin actualizar, pero nunca es tarde si la dicha es buena.
Hoy como recomendación musical, un himno religioso que acompaña la película "La Noche Del Cazador", film de 1955 protagonizado por Robert Mitchum.
"Leaning on the everlasting arms"
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