Hallábase Zhifang, el sabio panda, meditando en una roca y mascando, como siempre, el tallo del bambú con la lentitud propia de la introspección, cuando de pronto, una golondrina dejo caer una cajita de jade a los pies del ermitaño. Extrañado, Zhifang tomó la caja y la abrió con cuidado. Dentro había un mensaje del Solitario Jorge que decía así:
“Querido Zhifang:
Es el momento de reunirnos de nuevo. No solo tú y yo como solíamos hacer antaño para jugar al ajedrez, sino que debemos agrupar a los selectos, a los animales apátridas de ésta tierra, a los únicos e inimitables sin futuro, a los perdidos entre la multitud.
Reúnete conmigo en Madagascar dentro de dos meses.
Espero seguir vivo para entonces.
El Solitario Jorge”
Así, entre las penurias del viaje, pasaron los dos meses establecidos y por fin llegó Zhifang a la isla, agotado, apoyando su peso a cada paso en una flexible vara de bambú que se doblaba.
Rastros desconocidos para el panda se dejaban ver entre la espesura de la selva, y le sirvieron para encontrar un pequeño y recogido claro en la vegetación, donde ya se sentaban a la cena varios comensales.
El Solitario Jorge, una gigante y anciana tortuga, presidía el banquete. A su izquierda se sentaba un rinoceronte de Java con el cuerno astillado de tantos embates y con los ojos achinados de la persistente miopía. Un poco más allá, un imponente gorila de espaldas níveas pelaba ya la fruta, impaciente y hambriento por el viaje.
Justo en frente del gorila estaba un viejo lince de barbas blancas y orejas puntiagudas de pelaje canoso, que se lamía las patas antes de empezar a cenar. Y al fondo de la mesa, sacando del agua un terrible morro, el gran tiburón blanco, que había subido río arriba espantando incluso a los bancos de pirañas y a los cocodrilos.
A la derecha de Jorge, la centenaria tortuga, se sentó Zhifang, al que le habían preparado un delicioso plato de arroz, bambú, y shitake. Después de que todos hubiesen llenado sus estómagos, el Solitario Jorge estiró el cuello y comenzó a hablar a los animales:
“Hermanos, os he reunido aquí porque el fin se acerca. La plaga humana se extiende cada segundo. Ya son miles de millones sus cabezas y, a pesar de no tener garras, ni alas, ni fieras fauces, han escalado por la cadena alimenticia hasta llegar a límites insospechados. Por su culpa, y por su negligente obra, nos hallamos en esta precaria situación. ¡Ay si supierais las décadas que llevo sin ver a una hembra! ¡Ay si supierais las largas horas viendo solo los ocasos en la playa! Soy el último de los míos y es mi deber advertiros. Si no ponéis remedio, padeceréis mi mismo sino. Yo, viejo y agotado de la larga y solitaria vida que me ha sido otorgada por la madre naturaleza, poco puedo hacer ya para remediarlo, más que encomendaros a vosotros ¡oh! ¡minoritarios! La más sagrada de las tareas: Recuperar el orden perdido, devolver la pureza a este planeta de verde vida, y derrocar a los asqueantes humos, a las montañas de basura y a las pestilentes ciudades. Para ello, debéis hablar con el consejo de los difuntos, al que entraré a formar parte en breves. Subid a la montaña blanca y en la cima meditad. La inmensa sabiduría de este planeta os iluminará.”
Y diciendo esto, el Solitario Jorge recogió lentamente y una a una sus patas dentro del caparazón. Después encogió su cuello de igual manera, para no volver a estirarlo nunca más.
Los animales quedaron por un momento conmocionados al presenciar con sus propios ojos la extinción de las gigantes tortugas de las galápagos, de las cuales, Jorge, era su último representante. Un sentimiento inconcebible de pena y lástima les sobrevino, y durante un largo rato los animales no pronunciaron palabra alguna, hasta que el gran tiburón blanco dijo:
¡No subiré a montaña alguna! ¡Mi elemento es el agua! Cobraré mi venganza cazando humanos en las playas hasta que no quede ninguno que se atreva a bañarse. He dicho. -dijo muy enfurecido.
Calma, calma... Hemos de actuar con astucia -dijo el lince- Hagamos caso a la memoria de Jorge. Una tortuga tan anciana acumula en su caparazón una sabiduría que no somos capaces ni de imaginar.
¡Marchemos pues! -dijo Zhifang.- Lamento que tú, tiburón, no puedas acompañarnos, pero te encargamos la tarea de predicar el mensaje de Jorge por todos los siete mares. ¡Ve en paz!
Así, mientras el gran tiburón blanco avisaba a las ballenas, cachalotes, delfines y barracudas; el lince, el gorila, el rinoceronte y nuestro panda Zhifang, escalaron la tortuosa montaña nevada, hiriéndose las patas en las rocas y deseando tener el doble de pelaje para aguantar el frío de las ventiscas.
Una mañana despejada llegaron a la cima y allí había, labrados en la piedra, sendos tronos donde los animales se sentaron a reposar. Allí cayeron en un profundo sueño, y al despertar, frente a ellos, se apareció el consejo de los difuntos.
Era el más variopinto grupo de animales que habían visto jamás, pero no eran de carne y hueso, sino que se componían de un éter fantasmal. Un enorme diplodocus se acercó a los cuatro pequeños viajantes.
Bienvenidos. Somos el consejo de los difuntos. Los últimos representantes de nuestras extintas especies. Morimos solos y olvidados, viendo como nuestra semilla no tenía donde germinar. Vosotros estáis aquí para evitar correr nuestro mismo destino, más en verdad no hay solución posible. -dijo el diplodocus.
¿Cómo que no hay solución? -gritó extrañado el gorila.- ¿Hemos recorrido miles de kilómetros hasta Madagascar, para luego subir por unas rocas del demonio, pasando un frío del carajo, hasta una cima perdida de la naturaleza para que nos digan que no hay solución?
En verdad si que hay solución. -dijo esta vez el tigre de dientes de sable.- Mas es tan obvia que no tenemos la certeza de que funcione.
Si hay algo que podamos hacer para evitar nuestra desaparición y la de nuestra especie... lo haremos. -aseguró el lince.
Vuestro propósito es loable. -dijo el dodo.- Y vuestra tarea, simple. Predicad con el ejemplo. Abrid los ojos y almas a los humanos. Hacedles ver la belleza de la naturaleza. La inmensidad de recursos que ésta proporciona. Haced que se percaten de sus errores. Demostrad que hay otro camino que confluye con el orden del universo. Mostradles la senda de lo correcto. Demostrad que es posible.
¿Y como haremos eso? -preguntó Zhifang.- Los humanos son demasiados. La tarea no es nada sencilla. ¿Cómo convencer a una masa hambrienta y voraz? La mayor de las plagas... Es imposible...
Zhifang... -dijo el ya no tan Solitario Jorge.- Recuerda nuestras partidas de ajedrez. Siempre que planteaba el jaque, tu nunca te rendías. No dabas la partida nunca por perdida. Y ese mismo espíritu es el que debes mostrar ahora. Dentro de esos millones de humanos hay algunos especímenes que luchan a nuestro favor. Apoyaos en ellos, enseñad a la raza humana que el cambio es necesario. Y no olvidéis manteneros cerca de vuestros congéneres. Formad manadas fuertes y seguras, perpetuad vuestra especie. Y no dejéis nunca de luchar. Adelante amigos, siempre hacia delante.
Y en una neblina vaporosa se dispersó el consejo de los difuntos. Así los animales predicaron el mensaje de los difuntos por todas las selvas, páramos, bosques, montañas, valles, lagos, glaciales y desiertos. Un espíritu animal invadió el planeta. Por do quier, los pájaros se organizaban y limpiaban de plásticos, y papeles los jardines y bosques. Las ballenas y demás peces marinos, recogían las basuras del fondo oceánico y las depositaban en las playas, devolviendo todo el mal causado a los humanos. Y en la isla de Madagascar, en aquel claro de la selva, un viejo burro zamorano preguntaba:
¿Qué me he perdido?
Paulus M.
Y de recomendación musical: "El Carnaval de los animales" - Sain-Saëns
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